El encargo es más o menos el siguiente: una nota que dé cuenta, con claridad y pocas vueltas, de las representaciones culturales de la intersexualidad. Yo acepto, por supuesto... por supuesto y a sabiendas de que la claridad y las pocas vueltas son incompatibles con el tema en cuestión. Empecemos por el principio: por la palabra.
El modo más breve de definir la intersexualidad es aquel que conjuga, en una sola frase, la llamada ambigüedad sexual con su destino en Occidente –un destino que hasta nuestros días ha estado signado por la expropiación biomédica de la diversidad corporal–. De acuerdo con esa definición, las personas intersex somos quienes, habiendo nacido con un cuerpo sexuado que varía tanto del promedio masculino como del promedio femenino hemos experimentado las distintas consecuencias que depara esa variación en esta cultura: el estigma de la ambigüedad, es decir, el de tener dos sexos, uno incompleto, de no tener ninguno o de tener un tercero, así como las distintas tecnologías de normalización que nos hacen encarnar, en la medida de lo posible, uno solo y solo uno.
Esta definición plantea un problema inicial –ese que es, de momento, el problema en el que consiste la intersexualidad–. No hay manera de definir la ambigüedad sexual si no es en relación con una supuesta precisión de lo sexual, y a su también supuesta encarnación en los cuerpos sexuados promedio de hombres y mujeres. Es así como quedamos, por definición, eternamente obligados respecto de esos dos promedios corporales elevados al rango de ley: encarnarás la diferencia sexual, o no serás nada. Este mandato, sin embargo, no sólo es excesivo para nosotros, sino también para el resto... ¿O acaso ha nacido ya quien pueda encarnar, de manera total y absoluta, un único sexo preciso?
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La diversidad sexuada ha tenido una larga y accidentada historia en Occidente –asociada de manera inextricable a las distintas economías de lo monstruoso–. Para Michel Foucault se trata de una forma particular de monstruosidad, aquella que combina, a la vez, los órdenes de lo imposible y lo prohibido. Es así como hemos terminado adorados en altares y quemados en hogueras, arrojados al mar o al desierto, atravesados por estacas, penes, espadas y bisturíes, recibidos en el mundo como presagios de su buena –pero generalmente de su mala– fortuna. Nuestros cuerpos, impropios por definición, violan la ley de la naturaleza al afirmar que, en materia de diferencia sexual, lo imposible es posible, una violación que la ley de los hombres no perdona.
Los tiempos que nos tocan vivir son los del progresivo declive del monstruo y de la progresiva aparición del paciente intersex (por lo general pediátrico e, incluso, neonatal). Se nos agarra temprano, antes de que la ambigüedad sexual nos tome el cuerpo, la mente y el alma y nos arroje a morar entre los hombres y las mujeres. La medicalización extrema de nuestros cuerpos ha tenido, sin embargo, efectos paradójicos. Ambiguos como somos, ¿acaso podía ser de otra manera?
Tanto la inmediatez como la obligatoriedad de la intervención médica han terminado por (re)producir el monstruo al que buscaban olvidar. Muy pocas personas saben cómo se ve un cuerpo intersex no intervenido –y esa falta de comercio con la diversidad corporal desata justamente aquellos temores, fantasías y deseos que sólo produce la conjura deseante de lo monstruoso–. Ha sido justamente la experiencia de esa medicalización la que ha producido la intersexualidad como identidad –puesto que, claro está, nadie nace intersex, solo se llega a serlo... en un hospital–. La humanidad, condenada a encarnar los mismos cuerpos sexuados una y todas las veces, se ha convertido en una versión débil y feroz de sí misma –y ha convertido nuestra existencia en un ejemplo paradigmático de encarnizamiento terapéutico–. Y es que no hay dudas: las buenas intenciones producen monstruos, esa clase de monstruos capaces de cortar y coser los genitales de un niño o de una niña solo para evitarles el dolor de su diferencia futura.
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Hasta nuestros días la representación dominante de la intersexualidad es aquella que produce la medicina –no sólo a través de su vocabulario, sino también de sus imágenes–. ¿Quién no ha visto, alguna vez, una de esas fotografías en las que alguien, por lo general un niño o un adolescente, está parado desnudo, con los ojos cubiertos por un cuadrado negro o un círculo blanco, expuesto a la mirada que procura saber? ¿O los genitales abiertos de alguien que no aparece en la fotografía, señalados por un dedo médico que oficia, al mismo tiempo, de referencia? Más importante: ¿quién ha visto, alguna vez, alguna otra cosa?
La medicalización de la intersexualidad coloniza sin parar otros modos de representación. Un ejemplo: la sustitución de los cuerpos intersex por flores en algunas versiones gráficas, una operación representacional que no solo nos reinstala en la naturaleza, sino que además nos representa como frágiles, pasivos y esencialmente arrancables y exhibibles en un florero (o en algún otro frasco). Otro ejemplo: el sometimiento de cualquier ficción que involucre la intersexualidad al escrutinio de la medicina, una suerte de llamada al orden que advierte jugarás con cualquier cosa, excepto con la verdad del sexo (una llamada que recibió, por ejemplo, Lucía Puenzo, cuando se atrevió a malrepresentar un cuerpo intersex). Y uno más: el torso hermafrodita fotografiado por Del LaGrace Volcano y reproducido por todas partes ha sido intensamente criticado por no ser, precisamente, un torso hermafrodita.
A lo largo de su historia moderna y contemporánea la intersexualidad se ha constituido en uno de los anudamientos más poderosos entre sexualidad y patología –en tanto no ha dejado, ni por un minuto, de causarle a la heterosexualidad normativa uno de sus peores dolores de cabeza–. No hay heterosexual que resista la interrogación que produce uno de nosotros en el deseo... ni tampoco hay homosexual que resista (y allí están los ejemplos de Middlesex y XXY para probarlo). La estabilidad misma en la que se funda el binario hétero/homo se viene abajo si la diferencia sexual tambalea. Y es justamente esa promesa de desestabilización la que ha convertido a la intersexualidad en la mitología pasada y la esperanza futura de la emancipación queer. Esta elevación de la intersexualidad al rango de promesa encarnada ha tenido efectos más bien nefastos –puesto que en lugar de colaborar en la transformación de nuestro status de objetos médicos ha propiciado nuestro devenir objetos apropiados del contrasaber–. Y nunca falta quien cree, a pie juntillas, que para ser intersex es preciso haber leído a Judith Butler.
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Los últimos años de esta década han sido los de una intensa representación de la intersexualidad en los términos de una gestión de la diferencia. Hace rato que la pregunta por el poder en los orígenes de la distinción entre lo Mismo y lo Otro han dejado paso a la administración pública de las identidades –y los destinos– discretos. Ya no importa bajo el imperio de qué ley ni en el contexto de qué régimen político de la corporalidad hemos llegado a ser diferentes. El punto es que lo somos, y no vale la pena (nos dicen) ocuparse de desmantelar la matriz que nos diferencia. La aprobación en el año 2006 de un nuevo vocabulario para nombrarnos –consagrado en el documento conocido como Consenso de Chicago– está produciendo en todo el mundo una fuerte re-medicalización de la intersexualidad, descompuesta en un conjunto, bien preciso, de trastornos del desarrollo sexual. Esa amenaza cruel en la que consiste su incertidumbre parece ahora domesticada para siempre.
En fin. Veremos cuánto aguanta ahí encerrada, y yo apuesto a que bien poco –porque la verdad es que mal que le pese a la gente no hay palabra en el mundo que pueda cumplir con ese encargo–.
El sex appeal de lo imposible
Soy un judío de Córdoba; como cada año, el espíritu navideño que invade progresivamente esta ciudad calurosa y polvorienta me mueve, sin embargo e indefectiblemente, al deseo. Y, como cada año, como no podría ser de otro modo, el regreso de las fiestas me mueve al deseo por lo imposible. Peor aún: al deseo por aquello que, siendo hoy claramente imposible, fue posible allá por algún pasado. Para estas navidades yo desearía, por ejemplo, recibir de regalo unas antiguas vacaciones de la escuela primaria, uno de esos veranos interminables que comenzaban apenas finalizado noviembre y terminaban recién en marzo.
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El último verano de la boyita acaba de estrenarse en el circuito comercial de Buenos Aires –justo ahora, cuando empiezan a desperezarse los calores, es decir: justo a tiempo–.
La película de Julia Solomonoff despliega con belleza y sencillez una trama que es, también, bella y sencilla. Ese despliegue cinematográfico está sostenido y tensado por una indudable semántica estival –¿acaso no es larga siesta de verano uno de los sinónimos perfectos de secreto?– y una economía singular del develamiento –si la sexualidad es el íntimo secreto de verano, la intersexualidad, está visto, es la madre portentosa de todas las tormentas–.
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El último verano de la boyita y XXY –dirigida por Lucía Puenzo– son películas ciertamente diferentes. A pesar de esas diferencias, en una y otra la intersexualidad es (re)producida a través de ciertas insistencias. O, podríamos decir, a través de ciertos parecidos de familia que hablan, a las claras, de las encarnaciones presentes de la intersexualidad. No se trata, como podría pensarse, de semejanzas entre ambas películas sino, justamente, de ese entre en el que parece consistir la intersexualidad y que hace posible aquello que narran.
Hay un animal en el comienzo de El último verano..., así como lo hay en el comienzo de XXY. En un caso se trata de un caballo, que se debate contra las sogas que lo sujetan y los hombres que tiran de las sogas; en el otro caso se trata de una tortuga, que ha llegado hasta una mesa de examinación. En ambas películas, está visto, los animales no son sólo los portadores materiales y simbólicos de la otredad, sino también del sometimiento bajo el cual se les brinda alguna hospitalidad entre los humanos, ellos y ellas.
XXY transcurre en un paraje situado en el retiro de una playa uruguaya. El último verano... transcurre, en su mayor parte, en las lejanías de la pampa entrerriana. Podría decirse, por supuesto, que ambos lugares son el aquí de quienes los habitan y, por tanto, no pueden ser definidos a priori como geografías de la distancia. En ambos casos, sin embargo, y de acuerdo con el movimiento interior a cada narración, a esos lugares se llega y de esos lugares también se parte. Más aún: es en esos lugares –y no en otros– donde mora lo extraño, tan distante de esas ciudades donde nacen, crecen y se reproducen los hombres y las mujeres. El agua es consustancial a ambos entramados narrativos, y los personajes se sumergen una y otra vez, escapando de ese mundo cruel y terrestre en el que imperan los bípedos.
Ambas películas son historias de iniciación sexual –comprendida, a la manera de Foucault, como historias de iniciación en el ejercicio sexual del sí misma o del sí mismo–. Ese ritual iniciático tiene su punto cúlmine en el encuentro con la encarnación misma de la otredad sexual (esa que, de tan otra, devuelve el reflejo invertido de lo mismo). El verbo devenir se conjuga en ambas del mismo modo diferencial: los iniciados son aquellos –el adolescente, la niña– que se enfrentan a la intersexualidad, de pronto y en medio de la nada, aquellos que son tomados y rehechos por el paso de la intersexualidad por su cuerpo. Los personajes intersex de ambas películas son iniciados en un ritual distinto, y su devenir es, como ellos mismos, otro: el suyo es devenir literal de aquello que siempre fueron.
El carácter relativamente estático de los personajes intersex –fijados a la trama por la costura del diagnóstico– reconoce, no obstante, un movimiento peculiar, a la vez subjetivo y objetivo. Podríamos llamar a ese movimiento la asunción de la verdad. O, mejor: de la verdad, que no es otra que el supuesto real del cuerpo. En una y otra película hay un momento crucial de autorreconocimiento, de encarnación verdadera –aunque se trate de una verdad impronunciable en la lengua–. La singularidad no deja de ser paradójica: si algo desmiente la intersexualidad es la posibilidad misma de una verdad una.
La persistencia de lo literal no es una casualidad, sino el resultado obvio de la imposibilidad de prescindir, siquiera en el terreno de la ficción cinematográfica, de la definición medicalizada de la intersexualidad. Y si existiera, acaso, la posibilidad de una poética rebelde a la reducción permanente al diagnóstico, ambas directoras se han encargado de precisar, en distintas entrevistas, cuál es el síndrome que aqueja a cada una de sus criaturas intersexuadas. Y no se trata de rehuirle al diagnóstico, materialización frecuente de nuestras biografías, sino de atreverse a afirmar, siquiera por una vez, la cualidad esencialmente narrativa de todo y cualquier diagnóstico. ¿De qué otro modo sería posible diagnosticar a personajes de ficción?
Ni El último verano... ni XXY permiten vislumbrar aquello que, en un cuerpo sexuado, sería evidencia indubitable de intersexualidad. Hay ciertos indicios, por supuesto: pastillas, sangre, alguien que mira entre las piernas y declara que hay dos, una venda que aprieta el pecho. Y hay otros indicios. A diferencia del resto de los personajes de ambas películas, los personajes intersex de una y otra hablan y se mueven de un modo singular. Nadie podría decir, a buenas y primeras, que eso que los distingue pertenece al orden de la así llamada ambigüedad sexual; pero, vamos, algo les pasa, algo de su rareza genital se cuela en su manera de pronunciar las palabras, mover las manos, balancear el cuerpo. Son de otra parte, se dirá. Justamente.
Las dos películas muestran formas librescas de la intersexualidad. Hay libros de medicina en una y otra, y los personajes buscan y se buscan entre sus páginas. El único saber disponible en esas lejanías es el más tradicional de todos –ese saber médico que llega a chicos y grandes a través de la autoridad de la palabra escrita–. Se trata, evidentemente, de una intersexualidad de libro. A lo largo de ambos recorridos argumentales se traza una relación fascinante entre la reproducción gráfica y escrita de aquel saber y los cuerpos intersex vividos: el carácter iniciático de esos cuerpos, fundado en su correspondencia con las imágenes y las palabras impresas, sólo puede mantenerse si se trata de cuerpos no intervenidos quirúrgicamente. Los manuales de medicina no dan cuenta de nuestras historias, y el sex appeal de la cicatriz aún necesita que se filme su propia película.
A la luz de esta extrañeza –allí donde lo extraño no es la intersexualidad, sino la integridad del cuerpo– el emplazamiento en una geografía distante comienza a perder su carácter de recurso narrativo para convertirse en una condición de posibilidad... de la supervivencia. La verosimilitud de las futuras ficciones urbanas de la intersexualidad, si alguna vez llegan a existir, requerirá de la modificación radical de esas condiciones. Tanto XXY como El último verano de la boyita dejan sentir el llamado insistente de ese imperativo.
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Mi abuelo José Siriczman era visitador médico. En su biblioteca había centenares de libros y, entre todos ellos, sobresalían unos gruesos volúmenes verdes y negros. Eran unas revistas tituladas MD. Medicina y Humanidades, que mi abuelo había coleccionado durante años, y encuadernado. Cada una de esas revistas incluía largas notas, ilustradas, de historia de la medicina, de filosofía, de literatura, y abundaban las reproducciones de obras de arte. Mi abuelo había recortado una de esas reproducciones, la había enmarcado y adornaba una de las paredes de la habitación donde jugaba solo al ajedrez, leía y dormía. Era un Quijote, montado, azul y solo, con la firma de Honoré Daumier.
Ese Quijote está ahora en mi estudio, frente a la silla en la que me siento para escribir. Debajo de su figura de yelmo y lanza enhiesta hay una cita tomada del libro, una frase que dice lo mismo que yo, judío hermafrodita de Córdoba, deseo y deseo: Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad.