“La mano izquierda de la oscuridad” (Minotauro, disponible en FantasyTienda) forma parte, según el cánon leguiniano, de las llamadas “novelas del Ekumen”, conjunto de libros que comparten universo, cronología y problemática geopolítica, además de ansible (la curiosidad del lector sobre este revolucionario invento puede verse plenamente satisfecha en la reseña "El mundo de Rocannon", publicada en esta misma página). Como suele ocurrir con la buena ciencia ficción, estos libros son algo más que pura recreación de universos fabulosos o paralelos: son, principalmente, metáforas (“la ciencia ficción es metafórica”, arguye la autora) de nuestra realidad cotidiana.
En “La mano izquierda de la oscuridad” la siempre inquieta y comprometida Ursula K. Le Guin, feminista y ecologista declarada, y a la que entrevistamos aquí, traza la semblanza de un mundo, Gueden o Invierno, que desconoce la guerra y la pulsión de las pasiones. Sus habitantes son seres hermafroditas, que fluctúan de un sexo a otro según la época de celo, llamada en la lengua vernácula –karhidi- kemmer. El kemmer es el rito al que se supeditan las leyes, las costumbres o el shifgredor, “el soberano principio de autoridad que rige las relaciones sociales”. En este mundo de complejas convenciones y normas, entra un extraño, Genly Ai, enviado por el Ecumen para negociar la incorporación de Gueden a esa unión humanística planetaria.
Como es lógico, la obra le sirve a Le Guin para reflexionar sobre las diferencias sexuales y el alcance de sus implicaciones. Al final, como bien descubre Ai, hombres y mujeres no son tan distintos entre sí como la naturaleza parece indicar; las diferencias, cuando las hay, se basan en criterios de orden social, pues el estatus depende del prestigio, de la imagen, que proyectamos sobre los demás. Al ponerle nombre a este prestigio (shifgredor), la norteamericana señala y da forma corpórea a la principal causa de la discriminación.
Esta parábola sobre la dualidad del ser está llena de pasajes preciosos, construidos sobre una prosa elaborada y poética que no pierde un ápice de su solemnidad ni siquiera en la magnífica – y muy lograda- traducción al castellano que Francisco Abelenda realiza para Minotauro. Le Guin se revela como una escritora consumada, paciente y, por lo demás, también metódica, segura de sí misma a la hora de presentar desde el prisma de variadas ciencias sociales (con la antropología, una de sus pasiones, a la cabeza) los hechos que expone. Así, el universo que levanta, más que vivo, resulta realista.
A pesar de la probada competencia técnica y formal, y de la profundidad filosófica, que se aprecia meridianamente en “La mano izquierda de la oscuridad”, no deja de haber un amargo poso de inconsistencia general en su evolución que malogra, irreversiblemente, la novela, arrastrándola a unas cotas de aburrimiento notables. La razón de este grave incordio es muy simple: Le Guin se entusiasma en exceso en la recreación de las intrigas y la fisonomía de su prolijo universo, sacrificando, muchas veces, la narración en aras del mensaje.
Incluso los momentos más animados suceden a cámara lenta, siempre en un desconcertante tono que sugiere mucho más de lo que se cuenta; la prerrogativa de todo escritor de controlar los tiempos de su narración acaba desvirtuándose ante la ralentización de la acción, con la que se pretende enmascarar el escaso sustrato narrativo que posee “La mano izquierda de la oscuridad”, libro que, por otro lado, fue premiado con el Locus y Nebula, dos de los máximos galardones dentro del género.
Novela densa en interpretaciones, ideas, y también en estilo y ritmo, “La mano izquierda de la oscuridad” es, desde luego, una de las más brillantes y bonitas obras de Ursula K. Le Guin, pero también una de las más exigentes y plomizas. Es verdad que la tesis induce quizás a un exceso de retórica y de filosofía, pero el fondo no debe nunca hacer olvidar las formas, y en ese sentido, la norteamericana, tradicionalmente mensurada, pierde un tanto los papeles, dejándose llevar, quizás, por un exceso de entusiasmo. Romántico, eso sí.
A pesar de la probada competencia técnica y formal, y de la profundidad filosófica, que se aprecia meridianamente en “La mano izquierda de la oscuridad”, no deja de haber un amargo poso de inconsistencia general en su evolución que malogra, irreversiblemente, la novela, arrastrándola a unas cotas de aburrimiento notables. La razón de este grave incordio es muy simple: Le Guin se entusiasma en exceso en la recreación de las intrigas y la fisonomía de su prolijo universo, sacrificando, muchas veces, la narración en aras del mensaje.
Incluso los momentos más animados suceden a cámara lenta, siempre en un desconcertante tono que sugiere mucho más de lo que se cuenta; la prerrogativa de todo escritor de controlar los tiempos de su narración acaba desvirtuándose ante la ralentización de la acción, con la que se pretende enmascarar el escaso sustrato narrativo que posee “La mano izquierda de la oscuridad”, libro que, por otro lado, fue premiado con el Locus y Nebula, dos de los máximos galardones dentro del género.
Novela densa en interpretaciones, ideas, y también en estilo y ritmo, “La mano izquierda de la oscuridad” es, desde luego, una de las más brillantes y bonitas obras de Ursula K. Le Guin, pero también una de las más exigentes y plomizas. Es verdad que la tesis induce quizás a un exceso de retórica y de filosofía, pero el fondo no debe nunca hacer olvidar las formas, y en ese sentido, la norteamericana, tradicionalmente mensurada, pierde un tanto los papeles, dejándose llevar, quizás, por un exceso de entusiasmo. Romántico, eso sí.
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